El anciano gobernante

EL ANCIANO GOBERNANTE

Rev. Olivero Maufras Th. – 1927.

El anciano gobernante ocupa un lugar de suma delicadeza e importancia en la iglesia. La firmeza de su carácter, su vida estrictamente consecuente y sus conceptos bien claros y definidos, como asimismo el conocimiento propio de la exacta posición que ocupa, son elementos de capital importancia para hacerle un oficial útil e idóneo y son factores vitales en la buena marcha de la obra.

Mucho se ha dicho en estos últimos años acerca de las cualidades que deben caracterizar a los ministros, tendiendo la opinión general a responsabilizar exclusivamente a éstos, si la obra se estanca o decrece bajo su pastorado, pero no se toman en cuenta los factores que entorpecen o favorecen su labor, factores que a menudo restan totalmente las buenas cualidades y los esfuerzos del mejor pastor. No queremos decir con esto que los pastores son perfectos e impecables, pues ellos también adolecen, a menudo, de defectos; pero casi nadie se ha detenido a pensar en la gran responsabilidad que cabe a los ancianos gobernantes en las fluctuaciones de la obra. La verdad es que, la clase de ancianos que gobiernan en nuestras congregaciones es muy decisiva en la marcha de la obra, tanto en particular como en general, puesto que ellos gobiernan, formando una mayoría sobre el pastor en los Consistorios y ocupando un puesto de igualdad en los tribunales superiores. De aquí, por lo tanto, que nada puede atribuirse a los pastores, en cuanto a la marcha de la iglesia, que no afecte igualmente a los ancianos.

De consiguiente, se deja sentir la necesidad de que las iglesias sean muy escrupulosas y ejerzan un cuidado especial en la elección de sus ancianos gobernantes (sobre todo en época tan difícil como la presente), como asimismo de que los ancianos sean hombres bien capacitados para el desempeño de su delicada tarea, no sólo por su conocimiento, sino, y muy especialmente, por una vida y experiencia profundamente cristianas. De aquí, en fin, la necesidad de publicar un tratado como el presente.

Antes de entrar de lleno a la consideración del anciano, será provechoso hacer un poco de historia acerca de este título y sus funciones, luego hacer también un breve examen del sistema presbiteriano, con lo cual se podrá definir más claramente, el lugar que ocupa el anciano en la iglesia, como asimismo sus deberes, responsabilidad y funciones.

CAPITULO I

Historia de la organización eclesiástica primitiva respecto al anciano y forma de gobierno presbiteriano actual.

La constitución de la iglesia primitiva, como dice J. F. Hurst, se debió en gran parte a la dirección divina, estando esa organización en bosquejo y no en una forma definitiva. Al aparecer la iglesia en el mundo, encontramos en ella un orden de ministros muy especial y de un carácter transitorio: el apostolado, que dejó de existir tan pronto como cumplió su misión, con el fallecimiento del apóstol Juan. Este orden sirvió de base para el establecimiento de ministros permanentes, a saber, el obispo o presbítero, o sea: obispo y anciano, y el diácono.

La obra especial de los apóstoles fue la de difundir el evangelio verbal y escrituralmente, ya sea por las palabras de Jesús, quien les enseñó, o por inspiración del Espíritu Santo, después de la ascensión del Señor, y establecer y organizar las primeras iglesias. Así es que leemos en Hechos 14:23 que Pablo “habiéndoles constituido ancianos en cada una de las iglesias y habiendo orado con ayunos, los encomendaron al Señor en el cual habían creído”. Observamos también que estos ancianos ocupaban un lugar muy importante al lado de los apóstoles, deliberando con ellos en todos los asuntos delicados de la obra (Hechos 11:30; 15:2, 22; 16:4). Finalmente, notamos que eran los ministros de las iglesias (Hechos 20:17-28) y que eran responsables de la buena o mala marcha de la obra donde actuaban. Estas relaciones de los ancianos con los apóstoles y las iglesias que entonces existían son hoy las mismas, del anciano con la iglesia y los pastores, salvo que los pastores no son apóstoles, sino tan solo ancianos juntamente con los gobernantes.

En la iglesia primitiva los obispos o ancianos eran los ministros de más alto rango después de los apóstoles. La palabra obispo, que viene del griego epíscopos, significa: “inspector, presidente, explorador, observador, especulador”, o sea, en una palabra, un superintendente oficial. Se aplicaba a los gobernadores o presidentes de ciudades y provincias. Era, pues, conocido de los griegos el título de obispo, como importando cierta superintendencia en el orden civil. De modo que, al organizarse las iglesias en las ciudades paganas se dio al pastor en jefe o superintendente el título de obispo, que importaba el mismo carácter que en el orden civil. En las iglesias de origen judaico no fue usado este término, sino que, como es natural, copiaron el modelo de la sinagoga en que el más anciano era el jefe, conocido con el título de anciano o presbítero, adoptando este título que les era más familiar para designar a los ministros que dirigían la obra.

De lo expuesto se desprende que ambos títulos designaban un mismo orden o jerarquía. Esto se prueba fácilmente, porque en ninguna parte de las Escrituras se mencionan los obispos y ancianos como si fuesen dos clases distintas de ministros. En cambio, ambos títulos se aplican a las mismas personas (Véase Hechos 20:17-28; Tito 1:5-7).

En cuanto a la institución de este oficio o ministerio en la iglesia, nada consta de una manera clara, fuera de que Pablo constituyó ancianos en las iglesias que él había fundado durante sus viajes misioneros. Sin embargo, se cree que es tan antiguo como la constitución de la primera iglesia organizada en Jerusalem, puesto que nace de la necesidad que existe en todo cuerpo organizado de tener al frente uno o más que le dirijan y gobiernen. Antes de que Pablo comenzara sus viajes misioneros, ya son mencionados los ancianos como directores de las iglesias (Hechos 11:30). Siguiendo la práctica que nos revela la elección de los siete diáconos en Hechos 6:3-6, parece que los ancianos u obispos eran elegidos colectivamente por los miembros de la congregación y consagrados u ordenados para el ministerio por la imposición de las manos de los apóstoles y demás ancianos, llamados el Presbiterio (1a. Tim. 4:14).

A pesar del título general de anciano dado a este ministerio en Stgo. 5:14; y 1a. Ped. 5:1-3, es fácil observar que no todos los ancianos desempeñaban las mismas tareas, sino que, por el contrario, cada cual tenía su don especial, que le era conferido por el Espíritu Santo. Así observamos en 1a. Cor. 12:28 que “a unos puso Dios en la Iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero doctores, luego facultades, luego dones de sanidades, ayudas, gobernaciones, géneros de lenguas”. No todos, pues, ejercían el mismo don, contribuyendo así a la edificación de todo el cuerpo, como se indica en 1a. Cor. 12:7-11; Rom. 12:4-8; 1a. Ped. 4:10, 11; Efesios 4:11-13. De aquí, por tanto, la necesidad de que los ancianos sean hombres de una vida profundamente cristiana y consagrada al Espíritu Santo, a fin de que el poder de nuestro Señor sea manifestado en la iglesia, no faltando ningún don.

Cuando más tarde, bajo las influencias del mundo, se maleó la iglesia, se dio el título de obispo a un orden superior de ministros, considerando como inferiores a los presbíteros o ancianos, pero al venir la Reforma, las iglesias reformadas adoptaron varios sistemas de gobierno.

Según la Forma de Gobierno de la Iglesia Presbiteriana, en los capítulos III y V, leemos acerca de los oficiales o ministros de la iglesia lo siguiente:

Capítulo III. Oficiales de la Iglesia.

I. Nuestro bendito Salvador, en primer lugar, reunió su iglesia entresacándola de naciones diferentes (Salmo 2:8; Apoc. 7:9), reuniéndola en un cuerpo (1a. Cor. 10:17; Ef. 4:16; Col 1:8), por la misión de hombres dotados con muchos dones de milagros, los cuales han cesado hace mucho tiempo (Mat.10:1,8).

II. Los oficiales ordinarios y perpetuos en la Iglesia son los obispos o pastores (1a. Tim 3:1; Ef. 4:11,12), los representantes del pueblo llamados comúnmente ancianos gobernantes (1a. Tim. 5:17) y los diáconos (Fil. 1:1).

Capítulo V. Ancianos Gobernantes.

Los ancianos gobernantes son propiamente los representantes del pueblo de la iglesia, escogidos por éste con el fin de que ejerzan el gobierno y la disciplina en unión de los pastores o ministros (1a. Tim. 5:17; Rom. 12:7, 8; Hechos 15:23). Este oficio, según lo entiende la mayor parte de las iglesias protestantes reformadas, es el que se designa en las Escrituras con el título de gobernaciones y de aquellos que gobiernan bien, pero no trabajan en palabra y doctrina (1a. Cor. 12:28; 1a. Tim. 5:17; Rom. 12:7, 8; Hechos 15:23).

El capítulo IV de la Forma de Gobierno, que no hemos citado y que se refiere a los obispos y pastores, está encabezado como sigue: “El oficio pastoral es el primero en la iglesia, tanto por su dignidad como por su utilidad”.

Pero, como no coloca a éstos sobre los ancianos gobernantes, en lo que se refiere al gobierno de la iglesia, antes, por el contrario, asocia con ellos a los ancianos gobernantes, permaneciendo fiel al espíritu de las Escrituras, resulta de allí que la responsabilidad de la obra recae tanto sobre los unos como sobre los otros, poniéndose así de relieve la importancia que reviste el oficio de anciano gobernante y la necesidad de que tanto él como el pastor sean hombres de una vida profundamente cristiana y saturada de aquella sabiduría divina que emana de las Santas Escrituras.

CAPITULO II.

Un breve examen del presbiterianismo.

Ahora hemos llegado al momento en que debemos examinar en síntesis el presbiterianismo.

Fuera del erastianismo, que enseña que la iglesia es solamente una de las formas del Estado, y del cuaquerismo, que no reconoce organización alguna externa de la iglesia, quedan cuatro teorías radicalmente diferentes respecto del gobierno de la misma:

1. La primera teoría es la del papismo, que da por sentado que Cristo, los apóstoles y los creyentes, constituyeron la iglesia estando aún nuestro Señor en la tierra, con el designio de que esta organización fuese perpetua. Después de la ascensión del Señor, Pedro fue hecho su vicario y tomó su lugar como cabeza visible de la santa iglesia. La primacía de Pedro, como obispo universal, ha continuado en sus sucesores, que son los obispos de Roma, y el apostolado se ha perpetuado en la orden de los prelados. Así como en la iglesia primitiva ninguno podía ser apóstol sin someterse a Cristo, tampoco ahora ninguno puede ser prelado sin someterse al papa. Y así como en aquel tiempo ninguno podía ser cristiano sin estar sujeto a Cristo y a sus apóstoles, igualmente ahora, ninguno puede serlo sin estar sujeto a la voluntad del papa y a la de sus prelados. Esta es la teoría de la Iglesia Católica Romana: Un vicario de Cristo, un cuerpo perpetuo de apóstoles y el pueblo sujeto a su gobierno infalible.

2. La teoría episcopal presume la perpetuidad del apostolado en el ejercicio del poder gubernativo inherente a la iglesia, que por tanto se compone de todas aquellas personas que profesan la religión verdadera y son gobernados por los obispos apostólicos. Esta es la teoría de la Iglesia Anglicana. La otra rama de la Iglesia establecida en Inglaterra, o sea la “Baja Iglesia”, enseña simplemente que al principio había tres órdenes en el ministerio y que las debe haber igualmente ahora, pero no afirma que aquel modo de organización sea esencial.

3. La teoría de los independientes y de los congregacionalistas incluye dos principios: el primero es el de que el poder gubernativo y ejecutivo de la Iglesia reside en la congregación y el segundo, el de que la organización de la iglesia está completa en cada asamblea que se reúna para dar culto a Dios, la cual es independiente de todas las demás congregaciones.

4. La cuarta teoría es la del presbiterianismo, en el cual la idea predominante es la teoría de la soberanía divina. Basados en este gran principio, hay tres proposiciones principales que los presbiterianos niegan y declaran erróneas, a saber:

(a) Que todo poder eclesiástico reside en el clero;

(b) Que el apostolado es perpetuo; y

(c) Que cada congregación es independiente de todas las demás.

 

En otros términos se afirma positivamente las siguientes proposiciones:

(a) Que el pueblo tiene derecho a tomar parte en el gobierno de la iglesia;

(b) Que los ministros que se ocupan en el ministerio de la Palabra y de la doctrina son los funcionanarios más elevados y permanentes de la iglesia y que todos éstos pertenecen a una misma orden; y

(c) Que la iglesia exterior y visible es, o debe ser, una en el sentido de que cualquier parte menor está sujeta a una mayor y la mayor, a la iglesia entera. Para ser presbiteriano, pues, no basta admitir uno o dos de estos principios positivos, sino que es preciso creer los tres.

 

Ahora vamos a detenernos a considerar cada uno de estos principios:

 

I. El primer principio trata del poder y de los derechos del pueblo.

Por lo que toca a la naturaleza del poder de la Iglesia, jamás debemos perder de vista el gran principio de la soberanía divina, recordando siempre que la Iglesia es una teocracia. Jesucristo es la cabeza. De él se deriva todo poder. Su palabra es nuestra constitución escrita. Por lo tanto, todo poder eclesiástico es propiamente ministerial y administrativo. Todas las cosas deben hacerse según las direcciones de Cristo. Sin embargo, la iglesia es una sociedad que se gobierna a sí misma mediante sus funcionarios, sus leyes y, por consiguiente, su propio gobierno administrativo. Su poder se extiende:

(a) A puntos de doctrina: ella tiene el derecho de hacer una manifestación pública de las verdades que cree y que deben ser aceptadas por todos los que entran en su comunión. Es decir, el de hacer sus credos o confesiones de fe como su testimonio en pro de la verdad y su protesta en contra del error; como asimismo el de elegir y destituir sus oficiales y ministros;

(b) A la facultad de establecer reglas para la celebración de su culto público;

(c) A la facultad de establecer leyes para su propio gobierno; y, finalmente,

(d) A la facultad de recibir miembros y de excluir a los que sean indignos de su comunión.

 

Ahora bien ¿Dónde reside este poder? No pertenece exclusivamente al clero como lo afirman los episcopales y los romanistas, en cuyo caso el pueblo está obligado a una obediencia ciega en todo los puntos de fe y de práctica. En cambio este poder reside en la Iglesia misma, esto es, en sus ministros y miembros conjuntamente (véase “Derechos y deberes de la Congregación” Pág. 315, de Roberts Manual for Ruling Elders). Siendo así, el pueblo tiene derecho de tomar parte en la decisión de todas las cuestiones relativas a la doctrina, culto, orden y disciplina.

Pero este gran principio presbiteriano no es tan sólo un principio de libertad, sino también de orden.

1°.- Porque este poder del pueblo tiene que estar sujeto a la autoridad infalible de la Palabra de Dios; y
2°.- Porque el ejercicio de este poder está en manos de funcionarios debidamente constituidos. El presbiterianismo no disuelve los vínculos de la autoridad ni tampoco convierte la Iglesia en una turba. Aunque libre de la autoridad autocrática de la jerarquía, la Iglesia permanece siempre bajo la ley de Cristo. Está limitada en el ejercicio de su poder por la Palabra de Dios, ante la cual se doblega la razón, el corazón y la conciencia. Cesamos solamente de ser siervos de los hombres, para poderlo ser de Dios. Somos elevados a una esfera más alta en donde la libertad está en perfecta consonancia con la sujeción más absoluta.

Los reformadores, como instrumentos en las manos de Dios para libertar a la Iglesia de la esclavitud de los prelados, no la constituyeron en una multitud desordenada, en que cada cual se imponía leyes a sí mismo, quedando libre de creer y hacer todo cuanto quisiera. Siempre que la Iglesia ejerce su autoridad, en lo que toca a la doctrina y a la disciplina, debe obrar conforme a la ley de Dios, según está escrita en la Biblia y mediante sus funcionarios legítimos. La iglesia no es una democracia en que la voz popular lo determina todo. “Dios no es Dios de disensión, sino de paz (orden), como en todas las iglesias de los santos” (1a. Cor. 14:33). La doctrina de que la autoridad eclesiástica reside en la Iglesia misma no es inconsecuente con la de que aquel poder debe estar en manos de funcionarios divinamente establecidos, para que lo ejerzan conforme a la ley. Por lo dicho, se ve como el principio de libertad está en perfecta armonía con el del orden en el sistema presbiteriano. Por esta razón nuestra Confesión de Fe dice: “El Señor Jesús, como Rey y cabeza de su iglesia, ha establecido en ella su gobierno, regido por funcionarios eclesiásticos distintos de los magistrados civiles” (Confesión de Fe – Capítulo XXX).

En el acto de elegir ancianos para gobernar en la Iglesia, damos por entendido que los ancianos gobernantes son representantes del pueblo. Son elegidos por él a fin de que obren en su nombre al gobernar la iglesia. Por consiguiente, las funciones de estos ancianos determinan el poder del pueblo; porque un representante es elegido para hacer en nombre de otros lo que éstos tienen el derecho de hacer personalmente, o, en otras palabras, para ejercer el poder que radicalmente es inherente a aquellos por quienes obra. Por ejemplo, los miembros del Congreso sólo pueden ejercer aquellos poderes que son inherentes al pueblo. Por tanto, los poderes que nuestros ancianos asumen son los que pertenecen a los miembros particulares de la Iglesia

¿Cuáles son estos poderes de los ancianos?

1°.- Respecto de doctrina y de enseñanza evangélica, los ancianos tienen el mismo derecho que los pastores en la formación y adopción de todos los símbolos de fe. Según el presbiterianismo, los ministros por su sola autoridad y sin el consentimiento del pueblo no tiene facultad de hacer y establecer un credo para toda la iglesia;
2°.- Lo mismo ocurre en cuanto al ritual o directorio del culto público;
3°.- Así también en cuanto a la formación de la constitución de la iglesia y su disciplina;
4°.- Finalmente, en el ejercicio del poder llamado “de las llaves”, por el cual se admite a alguien a la comunión de la iglesia o se excluye de ella.

Cuando se fundó la iglesia, los apóstoles reconocieron y sancionaron de todos los modos concebibles el derecho sustancial del pueblo de participar en el gobierno de la iglesia. Esto se deja ver fehacientemente en la elección de Matías, en Hechos 1:21- 23, 26.

Este poder perteneciente al pueblo fue absorbido poco a poco por el clero en el transcurso de los siglos. El poder de esta absorción creció a medida que la Iglesia se fue corrompiendo hasta que por fin la jerarquía asumió toda la potestad.

Primer Gran Principio del Presbiterianismo

El primer gran principio del presbiterianismo es, pues, afirmar de nuevo la doctrina primitiva de que el poder eclesiástico pertenece a toda la Iglesia; que aquel poder se ejerce mediante funcionarios legítimos y, por tanto, que el nombramiento de ancianos gobernantes como representantes del pueblo no es una mera conveniencia, sino un elemento esencial de nuestro sistema, que nace de la naturaleza misma de la Iglesia y se apoya en la autoridad de Cristo.

El Segundo Gran Principio del Presbiterianismo

El segundo gran principio del presbiterianismo es que los pastores que ministran en la palabra y la doctrina son los funcionarios más elevados y permanentes de la Iglesia. A este respecto haremos las siguientes observaciones:

1°.- El ministerio no es meramente un trabajo, sino un cargo. Un cargo es un deber desempeñado por una persona nombrada para ello, envuelve ciertas prerrogativas que exigen se tenga reconocimiento y sumisión a la persona nombrada. No todas las personas dotadas de las cualidades requeridas para la obra del ministerio pueden apropiarse este cargo, para ello es preciso que sean regularmente nombradas. Para probar esto, basta hacer mención:

(a) De los títulos dados a los ministros en las Escrituras, que indican una posición oficial;

(b) Del mandato expreso ordenando que se nombren para el cargo solamente personas que, después de un debido examen, se hallen competentes; y

(c) De la autoridad oficial que se les atribuye en las Escrituras y del mandato de que esta autoridad reciba su debido acatamiento.

 

2°.- El cargo del ministerio es de nombramiento divino, no sólo en el sentido en que los poderes civiles son ordenados por Dios, sino en el de que los ministros derivan su autoridad de Cristo y no del pueblo. Cristo no sólo ha ordenado que deba haber estos funcionarios en la Iglesia, señalando sus deberes y prerrogativas, sino que les da las dotaciones necesarias y llama a los así dotados, revistiéndolos de su autoridad oficial por este llamamiento. En este caso, el deber de la Iglesia no es el de conferir el cargo, sino el de juzgar si el candidato ha sido llamado por Dios y, si está satisfecha sobre este punto, expresar su juicio de una manera pública y solemne conforme al modo prescrito en las Escrituras.

Que los ministros derivan su autoridad de Cristo, se comprende y demuestra por lo que sigue:

(a) Resulta del carácter teocrático de la Iglesia;

(b) Resulta de la relación que Cristo, su Señor, tiene para con la Iglesia; representantantes del pueblo, no pudiendo ya obrar solo en asuntos de gobierno y disciplina.

(c) Por el hecho de que las Escrituras dicen expresamente que Cristo dio “unos apóstoles; y otros, profetas; y otros, evangelistas; y otros, pastores y doctores para la edificación del cuerpo de Cristo” (Ef. 4:11,12). Cristo y no el pueblo constituyó o nombró a los apóstoles, a los profetas, a los evangelistas, a los pastores y maestros;

(d) Por el hecho de que el apóstol Pablo exhorta a los ministros de Efeso, diciéndoles: “Mirad por vosotros y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos” (Hechos 20:28). Y a Archipo le dice: “Mira que cumplas el ministerio que has recibido del Señor” (Col. 4:17);

(e) Por el hecho de que la Iglesia es el cuerpo de Cristo, en el cual habita por su Espíritu, dando a cada miembro sus dones, calificaciones y cargos según su propia voluntad (1a. Cor. 12:11, 18,27,28).

 

3°.- En cuanto a los poderes de los ministros:

(a) Ellos tienen a su cargo la predicación de la Palabra y la administración de los sacramentos. Son los órganos de que se vale la Iglesia en la ejecución de la gran comisión de hacer discípulos en todas las naciones;

(b) Son los que gobiernan en la casa de Dios;

(c) Están investidos del poder de las llaves, guardando la entrada a la comunión de la Iglesia. Cuando el ministro se encuentra aislado, aunque esté solo, tiene que ejercer sus funciones, ocupándose en recoger y organizar las iglesias; pero una vez organizadas, se asocia con otros ministros y con los representantantes del pueblo, no pudiendo ya obrar solo en asuntos de gobierno y disciplina.

 

4°.- Se infiere que los ministros son los funcionarios más elevados y permanentes de la Iglesia del hecho que no hay funciones permanentes más altas atribuidas al ministerio cristiano en el Nuevo Testamento que las relativas a los ellos (véase 1a. Cor. 12:28; 14:5). Si éstos tienen a su cargo la predicación del evangelio, la extensión, continuación y pureza de la Iglesia; si son maestros y gobernantes investidos de poderes episcopales, no se necesita más para probar su carácter elevado y permanente.

El Tercer Gran Principio del Presbiterianismo

El tercer gran principio del presbiterianismo es que la Iglesia es una, en el sentido de que las partes menores están sujetas a las mayores y las mayores al cuerpo entero de la Iglesia. Y como ella se gobierna por sus tribunales compuestos de presbíteros y ancianos, se sigue de allí que cada tribunal inferior está sujeto a los superiores, debiendo acatar sus decretos.

De aquí resulta que, aunque cada iglesia particular tiene derecho de manejar sus propios negocios y de administrar su propia disciplina, no puede ser independiente e irresponsable en el ejercicio de este derecho.

Se puede ver que esta es una doctrina bíblica:

1°.- Por la naturaleza de la Iglesia. La Iglesia es una, es un cuerpo, una familia, un redil. Es una, porque está penetrada por un Espíritu (1a. Cor. 12:13). Esta morada del Espíritu en el cristiano, que alcanza a todos los miembros del cuerpo de Cristo, produce no sólo aquella unión interior que se manifiesta en la simpatía y cariño, en la unidad de fe y amor, sino también en la unión y comunión externas. De manera que una iglesia independiente es un absurdo, tanto como lo es suponer un cristiano independiente o un dedo vivo separado del cuerpo o una rama con savia y separada del tronco. Si la Iglesia es un cuerpo vivo, unido a la misma cabeza, gobernado por las mismas leyes e iluminado por el mismo Espíritu, es imposible que una parte sea independiente de todas las demás;

2°.- Las mismas razones que exigen que el creyente se someta a sus hermanos en cualquiera iglesia particular, exigen también su sujeción a todos sus hermanos en el Señor. El fundamento de esta obligación no es precisamente el convenio que hizo con la iglesia al ser recibido como miembro de ella, ni el pacto celebrado entre varios creyentes, que sólo liga a los que entran en él. No, el poder de la Iglesia es de origen muchos más alto que el simple consentimiento de los gobernados. La iglesia es una sociedad divinamente constituida, que deriva su poder de Cristo. Los que se reciben como miembros de ella tienen que ser admitidos a una sociedad ya existente que goza de ciertas prerrogativas y privilegios de que podrá participar, pero sin modificarlos por eso en manera alguna. Por lo tanto, es imposible limitar la obediencia del cristiano a la congregación particular de la cual es miembro o hacer que determinada congregación se independice de todas las demás sin destruir completamente la naturaleza de la Iglesia y desgajar los miembros vivos del cuerpo de Cristo. Si se hiciera semejante tentativa y se lograse el éxito, las iglesias separadas tendrían que morir, como muere el miembro que se separa del cuerpo;

3°.- Durante la época apostólica la Iglesia no se componía de congregaciones independientes y separadas, sino que era un cuerpo, cuyos miembros consistían de las iglesias particulares, sujetándose cada una a todas las demás o a una autoridad que se extendía sobre todas.
Esto se echa de ver por el concilio de Jerusalem y sus decretos (Hechos 15:22-29; 16:4).

Es evidente, pues, que la Iglesia es una en el sentido de que la minoría debe estar sujeta a la mayoría y ésta al todo:

(a) Por su naturaleza: porque es un reino, una familia, un cuerpo, que tiene una cabeza, una fe y una constitución escrita y que es movida por un Espíritu;
(b) Por el mandato de Cristo relativo a que obedezcamos a nuestros hermanos, no porque viven cerca de nosotros, ni porque hayamos pactado obedecerles, sino porque son nuestros hermanos, templos y órganos del Espíritu Santo;
(c) Por el hecho de que durante el siglo apostólico las iglesias no fueron cuerpos independientes, sino sujetos a un tribunal común en todo asunto de doctrina, orden y disciplina;
(d) Porque toda la historia de la Iglesia prueba que esta unión y sujeción mutua es el estado normal de la iglesia hacia el cual se esfuerza por una ley interna de su existencia. Si es necesario que un cristiano esté sujeto a otros cristianos, no lo es menos que una iglesia lo esté a las otras, por las mismas razones, en el mismo espíritu y en la misma extensión.

NOTA 1. El contenido de este capítulo no es original, sino un extracto de la obrita titulada: “¿Que es el presbiterianismo?”, por el Dr. Charles Hodge.

NOTA 2. Conforme al sistema presbiteriano, ninguna iglesia particular presbiteriana puede tomar acuerdos relacionados con el gobierno, la disciplina o la doctrina a no ser que sea por sus tribunales, que son:
(a) El Consistorio;
(b) El Presbiterio;
(c) El Sínodo; y
(d) La Asamblea General.

Pero como las congregaciones particulares celebran sus sesiones conocidas con el nombre de Asamblea Congregacional, cuyas actas se insertan en las del Consistorio y a fin de evitar falsas interpretaciones respecto a los poderes de estas Asambleas Congregacionales, indicaremos en este lugar los derechos y los deberes de la congregación.

1°.- Derechos de la Congregación:

1. Tener Asambleas Congregacionales, para tomar acuerdos sobre negocios de la iglesia, cuando es citada por el Consistorio para este fin;

2. Pedir al Consistorio cite a Asamblea Congregacional para llamar un pastor, cuyo llamamiento no puede ser hecho por el Consistorio, siendo este tribunal incompetente en este caso (Forma de Gob., cap. XV, sec. 1);

3. Elegir oficiales, tales como pastores, ancianos gobernantes y diáconos (Forma de Gob., cap. I, sec. 6; cap. XIII, sec 2; cap. XV, sec. 4);

4. Indicar su deseo de cambiar de oficiales (Forma de Gob., cap. XIII, sec. 6 y 7; cap. XVII);

5. Cambiar la manera de elegir ancianos y diáconos (Forma de Gob., cap. XIII, sec. 8);

6. Rehusar o dar su asentimiento a la instalación de un pastor, después de haber sido llamado (Forma de Gob., cap. XV, sec. 13);

7. Manifestar al Presbiterio por medio de su representante las razones por qué dicho tribunal no debe aceptar la renuncia de un pastor instalado (Forma de Gob., cap. XVII);

8. Indicar su deseo de unirse con otra iglesia organizada o separarse en dos iglesias (Forma de Gob., cap. X, sec. 8);

9. Adoptar reglamentos para sus procedimientos, siempre que estén de acuerdo y encuadrados dentro de la Constitución (Forma de Gob., cap. XV, sec. 4); y

10.- Recordar al Presbiterio algún asunto en que este tribunal debe pronunciarse.

2°.- Deberes de la Congregación.

1.- Sumisión a las leyes de Cristo (Forma de Gob., cap. II, sec. 2);

2. Sumisión a la Forma de Gobierno (Forma de Gob., cap. II, sec. 4);

3. Obediencia a sus oficiales (Forma de Gob., cap. XIII, sec. 4, párrafo 5; cap. XV, sec. 13);

4. Sostener el culto y ordenanzas de la iglesia (Forma de Gob., cap. VII);

5. Cooperar con las otras iglesias del Presbiterio en la propagación del evangelio (Forma de Gob., cap. X, sec. 1);

6. Promover la predicación del evangelio en todo el mundo mediante sus ofrendas (Directorio del culto público, cap. VI, sec 1);

7. Proveer los medios para cumplir con las obligaciones financieras contraídas con su pastor y el Presbiterio (Forma de Gob., cap. XV, sec. 6 y 13).

III.- Segundo gran principio: Los pastores que ministran en la palabra y la doctrina son los funcionarios más elevados y permanentes:

1.- El ministerio no es un mero trabajo, sino un cargo;
2.- El cargo del ministerio es conferido por nombramiento divino;
3.- La iglesia sólo debe juzgar si el candidato es elegido de Cristo;
4.- El ministerio es el medio por el cual se propaga la Iglesia;

CAPITULO III.

Los principios de que debe compenetrarse el anciano.

Resumiendo lo dicho en el capítulo anterior tenemos este bosquejo del sistema presbiteriano:

I. Premisa fundamental: Cristo como soberano gobierna su Iglesia mediante su Vicario, el Espíritu Santo;

II. Primer gran principio: El pueblo tiene derecho a tomar parte en el gobierno de la Iglesia;

1.- Los ministros no puede suprimir legítimamente este derecho;

2.- Esta libertad y derecho del pueblo es ordenado estando sujeto:

(a) A la Palabra de Dios contenida en las Sagradas Escrituras;
(b) A un gobierno constituido de ministros o pastores y ancianos gobernantes;

3.Los ancianos son los representantes del pueblo, elegidos por éste para gobernar en compañía de los ministros, en el nombre de Cristo;

4.El gobierno de los ancianos abarca todos los asuntos de doctrina, de disciplina y de gobierno;

III.- Segundo gran principio: Los pastores que ministran en la palabra y la doctrina son los funcionarios más elevados y permanentes:

1.- El ministerio no es un mero trabajo, sino un cargo;

2.- El cargo del ministerio es conferido por nombramiento divino;

3.- La iglesia sólo debe juzgar si el candidato es elegido de Cristo;

4.- El ministerio es el medio por el cual se propaga la Iglesia;

IV.- Tercer gran principio: La Iglesia es una, en el sentido de que las partes menores están sujetas a las mayores y éstas al todo:

1. Una iglesia local no puede considerarse independiente de las demás, sino que les está sujeta;
2. Cada tribunal debe acatar los acuerdos y decretos de los superiores.

En este sencillo bosquejo del sistema presbiteriano se hallan los principios que deben fijarse en la mente y corazón del anciano gobernante a fin de que sirvan de guía al ejercer sus funciones, poniéndole a cubierto de equivocaciones perjudiciales a la obra y haciendo que en sus actividades sea digno, sabio y eficaz. Hagamos las aplicaciones de estos principios:

I. Bajo la premisa fundamental, consciente el anciano gobernante de la soberanía divina, está obligado a pensar y saber:

1. Que él no tiene señorío sobre las heredades del Señor, sino que está colocado en su puesto como un mayordomo, para que tenga cuidado de la familia del Señor, comportándose en todo como un dechado de la grey y teniendo presente que tarde o temprano vendrá el momento en que tendrá que rendir cuentas de su mayordomía (Mat. 24:45-51; 25:1446; 1a. Ped. 5:1-5);

2. Que su vida tiene que ser limpia de injusticias, ofensas y pecado. Sin este requisito no podría servir en lo más mínimo a su Señor, por la sencilla razón de que no hay comunión entre la luz y las tinieblas, la justicia y la injusticia (2a. Cor. 6:14-16). Cualquier pecado le apartará de Cristo y sin una comunión íntima y estrecha con su Señor, no puede llevar fruto (Juan 15:1-8). Si su vida no es limpia, puede constituir un grave estorbo a la obra (Josué 7:1-26);

3. Que le es muy necesario conocer la mente de Cristo a fin de cumplir su ministerio, para lo cual necesita llevar una vida altamente espiritual, porque el hombre carnal no entiende las cosas que son del Espíritu, ni las puede comprender (1a. Cor. 2:12-3:3). Si el anciano gobernante no es hombre de vida espiritual ¿Cómo, pues, podrá gobernar en el nombre del Señor a quien no conoce y cuya voluntad le permanece oculta? ¿Cómo podrá gobernar en las cosas espirituales siendo él carnal? En este caso su gobierno seria propio y no bajo la dirección del Espíritu Santo, resultando indudablemente en un fracaso;

4. Que ocupa un puesto sola y exclusivamente para cumplir la voluntad de su Señor y no la suya propia, por cuya razón ha de preguntarse constantemente: “¿Soy realmente un instrumento por el cual el Señor está gobernando esta congregación? Como mayordomo que soy de él sobre su pueblo ¿Estoy cumpliendo su voluntad y sus designios?”

Si se toman en cuenta las flaquezas inherentes al ser humano, la fuerza con que suele imponerse el “yo” aun sobre las mayores responsabilidades y las continuas y astutas maquinaciones del diablo para destruir la obra (1a. Ped. 5:7,8; 1a. Cor. 5:1-5 con 2a.Cor. 2:1-11), es fácil comprender cuán fácilmente pueden errar los ancianos gobernantes y los presbíteros en el ejercicio de su ministerio, cediendo a la tentación de hacer prevalecer su propia opinión y olvidándose de la voluntad del Señor manifestada en las Sagradas Escrituras. ¡Con cuánta razón ha de hacerse estas preguntas el anciano! Seguramente que jamás se las hará con bastante frecuencia. Por lo tanto, insistiremos enfáticamente que con gran denuedo fije de una manera permanente esta idea fundamental en su mente y corazón. Que estas preguntas y otras por el estilo lleguen a ser la salvaguardia que le retengan dentro del círculo de su verdadera comisión y mayordomía.

II. El tener presente que el pueblo tiene parte en el gobierno de la iglesia servirá de acicate al anciano gobernante:

1.Para que siempre haga valer los derechos del pueblo que representa en todos los acuerdos de los tribunales donde tiene que actuar, ocupando un lugar junto a los ministros. Esta idea jamás permitirá que se repita el ultraje que el clero católico romano ha hecho al pueblo de Dios asumiendo la tiranía sobre él. En este caso, el anciano es el atalaya del pueblo que representa y cuyos derechos defiende;

2.Para que se dé cuenta que su voto es de suma necesidad e importancia, ya sea en el Consistorio que gobierna la congregación local que representa o en los tribunales superiores.

Esto le obliga:

(a) A visitar a los miembros de su congregación, a fin de conocerlos de cerca y de que su voto en cuestión de disciplina esté bien fundado y no sea limitado a meras suposiciones;

(b) A consultar y escudriñar las Sagradas Escrituras, a fin de que su voto en los asuntos de doctrina no venga a carecer de fundamento y sea una nulidad.

La falta de conocimiento en ambos casos lo convertirá en un verdadero ciego guía de ciegos. Un anciano que no conoce ni su congregación ni su Biblia no puede ser un buen gobernante, de consiguiente está incapacitado para defender los intereses espirituales de su congregación;

3. Para que tenga presente que es un representante del pueblo en los distintos tribunales donde lleva la voz de la congregación, pero en ninguna manera un señor de sus electores. Es cierto que él es un jefe de la congregación y que juntamente con los demás ancianos y el pastor, la gobierna y juzga ciñéndose a las reglas prescritas en la Palabra de Dios y la Constitución, pero tiene que recordar que esta posición la ocupa porque el pueblo ha depositado su confianza en él y le ha llevado allí por su voto. Por tanto, si ocupa el puesto tan sólo como un honor, si bajo los impulsos de malas tendencias olvida su verdadera misión o si su actuación en aquel puesto no es satisfactoria y no edifica al pueblo, éste puede pronunciarse también en el sentido de deponerle del oficio.

Al efecto, nos dice la Constitución: “Los oficios de anciano gobernante y de diáconos son perpetuos y no pueden renunciarse. Ninguna persona será quitada de uno de estos oficios sino por deposición. Sin embargo, un anciano o diácono por la edad o por la debilidad puede llegar a ser incapaz de cumplir los deberes de su oficio o bien, puede suceder que sin pesar sobre él un cargo fundado de herejía o inmoralidad, no sea ya aceptado en su carácter oficial por la mayoría de la congregación a la cual pertenece. En cualquiera de estos dos casos como sucede frecuentemente con los ministros, puede dejar de ser un anciano o diácono activo.

Cuando algún anciano o diácono, por cualquiera de estas causas o por alguna otra que no sea un delito ya no pueda servir para la edificación de la iglesia, el Consistorio tomará el asunto en consideración y asentará en sus actas los hechos juntamente con las razones que hubo para ello, siempre que esto se haga con el consentimiento de los individuos, a no ser que sea por orden del Presbiterio” (Forma de Gob., cap. XIII, sec. VI y VII).

NOTA. Como suele suceder que un anciano presenta su renuncia, se ha preguntado más de una vez: ¿A quién debe presentar su renuncia un anciano? Y como la tendencia de muchos es creer que por cuanto la Asamblea Congregacional elige, debe también recibir las renuncias, insertaremos en este lugar la respuesta: Según acuerdo de la Asamblea General reunida en 1883, la renuncia de un anciano debe presentarse al Consistorio y se hará efectiva en cuanto sea aceptada por dicho tribunal. La razón de ello es que la Asamblea Congregacional, que tiene derecho de elegir oficiales, no puede aceptar renuncias por cuanto delega en sus representantes la autoridad para gobernarla, como ya se ha explicado más arriba. De manera que, la única autoridad local competente para recibir y aceptar renuncias de ancianos y diáconos es el Consistorio y no la Asamblea Congregacional.

III.- En cuanto al segundo principio, a saber: que los ministros son los funcionarios más elevados y permanentes, el anciano tendrá presente:

1. Que él no es un patrón del pastor. Ocurre a veces, especialmente en las iglesias de sostén propio, que sus ancianos, acostumbrados a pagar el honorario del pastor, se forman el concepto de que éste es un empleado que así como se ocupa en predicar, podría igualmente ocuparse en otra cosa para ganarse la vida, y pierden de vista aquel gemido: “¡Ay de mí, si no anunciare el evangelio!” (1a. Cor. 9:16) y asumen para con él relaciones meramente comerciales. La realidad es muy distinta a esta falsa relación: el anciano debe y está obligado a saber que el pastor no desempeña un mero trabajo, sino un cargo que le ha sido conferido por llamamiento y nombramiento divino.

Basta un solo hecho para demostrar esta realidad: el pastor preside a los ancianos en el Consistorio y ningún empleado preside a sus patrones, tal cosa sería un absurdo. Por tanto, el anciano debe reconocer en su pastor a una autoridad con la cual él mismo está asociado para gobernar juntamente como hermano en Cristo.

2. Que si el pastor ha recibido un llamamiento y nombramiento de parte del Señor y ha sido enviado a esa congregación como el instrumento mediante el cual ella va a crecer y propagarse, debe acatar sus enseñanzas y obedecerle, a no ser que estas enseñanzas no sean fundadas en la Palabra de Dios. Debe tenerle en mucha estima y procurar que la iglesia haga lo mismo, a fin de que su obra resulte eficaz (Heb. 13:17; 1a. Tes. 5:12,13). Debe asimismo ser decididamente su consejero y cooperador, aportando todo el concurso que le sea posible, teniendo presente que no ha sido nombrado tan sólo para ocupar un puesto en el Consistorio y dictar órdenes o votar en algún proceso, sino también y muy especialmente para hacer su parte en la obra de visitación de los miembros de la congregación.

Una cuestión digna de la mayor consideración aquí, es aquella que se refiere al sostén del ministerio. Es costumbre al hacerse un llamamiento, indicar el monto de la asignación que se le dará al pastor llamado, a fin de que pueda dedicar sin preocupación todo su tiempo a la obra (Forma de Gob., cap. XV, sec. 6). (Se usa la palabra asignación aquí, porque la verdad es que ningún pastor percibe un sueldo u honorario, sino una asignación, por cuanto desempeña un cargo, no siendo correcto considerarle como empleado, según ya hemos podido ver). Pues bien ¿Quiénes deben pensar en el sostén del ministerio? ¿Cómo y hasta qué punto debe ser sostenido? En cuanto a la primera cuestión, es claro que no será provechoso ni para los ministros ni para las iglesias, que aquellos estén obligados a hablar sobre su propio sostén, lo cual da origen a malas interpretaciones y a dificultades bochornosas. Aquí los ancianos deben salir al frente, deben cooperar con los diáconos y otros miembros de la congregación, no permitiendo jamás que el pastor se vea en la necesidad de llamar la atención sobre déficit o asignaciones tan estrechas que no le permitan vivir sin serias preocupaciones. Por supuesto, esto no excluye al pastor del deber de instruir y predicar sobre el deber de contribuir a la obra. Al contrario, si el pastor recibe una asignación justa que le permita vivir sin preocupaciones respecto de sus necesidades, podrá enseñar a la congregación con mayor fuerza y libertad. Es digno de notarse que la pureza y la libertad con que un ministro habla y enseña a su congregación respecto a finanzas están en proporción inversa a sus propios problemas financieros.

En cuanto a la segunda cuestión, nos limitaremos a señalar:

(a) La regla establecida por el Señor y recordada por el apóstol Pablo en 1a. Cor. 9:3-14 que termina con esta expresión: “Así ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio” (véase Gál. 6:6); y
(b) La medida de esta asignación, indicada en forma inequívoca en las Sagradas Escrituras (1a. Tim. 5:17,18). El sentido de la palabra honra, en esta última cita, se comprende claramente por el versículo 18 y por Hechos 28:10.

IV.- Finalmente, el tercer principio, servirá de freno al anciano, sabiendo que la iglesia local no es más que un miembro de la Iglesia en general. Por lo cual, ningún acuerdo puede tomar mediante sus ancianos que esté en pugna con el total de la Iglesia. Le enseña que él mismo está sujeto a sus hermanos, quienes tienen el deber de ejercer fiscalización sobre él. Que los tribunales superiores pueden censurar las extralimitaciones o negligencias del Consistorio de que él forma parte.

A este respecto leemos en el Libro de disciplina Cap. IX,

Sec. 72: “Todos los procedimientos de la iglesia serán notificados al Consistorio y revisados por éste, quien después los incorporará por su orden en sus actas. Todo tribunal superior al Consistorio revisará a lo menos una vez al año las actas de los procedimientos del tribunal inmediatamente inferior y si éste dejase de mandar sus actas para este propósito, el superior le exigirá que las presente, ya inmediatamente o en algún tiempo señalado, conforme a las circunstancias”.
73.- “En esta revisión el tribunal examinará primero si los procedimientos han sido escritos debidamente; segundo, si han sido regulares y constitucionales; y tercero, si han sido sabios y para la edificación de la iglesia”.
74.- “A los miembros de un tribunal cuyas actas se estén revisando no se les permitirá votar cuando se trate de ellas”.
75.- “En muchos casos el tribunal superior puede cumplir su cometido con poner solamente en sus actas y en las que revisa la censura que juzgue conveniente. Pero si los procedimientos irregulares fueren hallados muy deshonrosos y perjudiciales, se le exigirá al tribunal inferior que los revise y corrija o revoque, noticiando en su tiempo señalado el cumplimiento de la orden, advirtiéndose que ninguna decisión judicial será revocada a menos que haya sido llevada en apelación o queja”.
76.- “Si un tribunal, en algún tiempo, tiene noticias de procedimientos irregulares de un tribunal inferior, el primero lo citará para que comparezca, en tiempo y lugar señalado para que presente sus actas y manifieste lo que ha hecho sobre el asunto en cuestión, después de lo cual, si el cargo es comprobado, todo el asunto será terminado por el tribunal superior o será remitido al inferior con instrucciones especiales para su arreglo”.
Artículo 76 a.- “En caso de apelación o queja a un tribunal superior, ninguna de las partes circulará o hará circular entre los miembros de dicho tribunal argumento alguno o explicación de su causa, escrita o impresa, antes de la resolución de la comisión judicial u otro tribunal que considere el caso, salvo a petición u orden de dicha comisión o tribunal”.
77.- “Los tribunales algunas veces pueden descuidar el cumplimiento de su deber, descuidando opiniones heréticas o permitiendo que malas prácticas se generalicen o que los que cometen ofensas de un carácter grave escapen de su juicio o bien omitiendo en sus actas alguna parte de sus procedimientos o no consignándolos de la manera debida. Entonces, si en algún tiempo un tribunal superior tuviere noticia cierta de que tales descuidos, omisiones o irregularidades se han cometido por un tribunal inferior, puede exigirle a éste que presente sus actas y procederá a examinar y decidir toda la materia, de una manera tan completa como si la debida acta hubiese sido hecha o bien citará al inferior y procederá como se acaba de decir en la sección N° 76.”

NOTA: Los artículos que acabamos de citar se encuentran bajo las secciones 71 – 76 en la antigua edición; en la cual no se halla el artículo 76a.

En cuanto a su propia persona, no está demás recordar la parte final de la sección 7 del capítulo XIII de la Forma de Gobierno ya citado.

Otra consecuencia de este principio es que los acuerdos y decisiones tomados por los tribunales superiores, que forman la mayoría o la totalidad, como en el caso de la Asamblea General, deben ser acatados y obedecidos con fidelidad. Ello evitará que los ancianos de una congregación tengan puntos de vista mezquinos, obligándolos a tenerlos más amplios y a pensar en el bienestar general de la iglesia.

CAPITULO IV.

La elección de ancianos gobernantes.

La elección de ancianos reviste caracteres de suma importancia y delicadeza. La discusión de esta materia será de una utilidad incalculable y servirá de guía tanto a los ancianos que ya están en funciones en el sentido de que desplieguen todas sus influencias a fin de que la elección de los nuevos se haga en forma digna y provechosa (1a. Cor. 14:40), como también a la congregación al efectuar el acto de la elección e iniciar a los candidatos electos en su nuevo oficio.

Consideramos este asunto bajo los siguientes aspectos:

I. Reglas constitucionales de la elección. El mecanismo de laelección es muy sencillo, helo aquí:

1. “Toda congregación elegirá personas para el oficio de anciano gobernante según el modo más aprobado y el uso de esa congregación (1a. Cor. 14:40), pero en todo caso las personas elegidas serán miembros varones en plena comunión de la iglesia donde van a ejercer su oficio” (Forma de Gob., cap. XIII, sec. 2).
2. ¿Quiénes pueden votar en la elección? Según acuerdo de la Asamblea General de 1897: “Sólo los comulgantes en buenas relaciones con la iglesia tienen derecho a votar en la elección de ancianos gobernantes o diáconos, pero si no ha sido suspendido de la comunión por un acto del Consistorio, aún cuando este tribunal piense tomar una resolución, no se le podrá impedir votar a ninguna persona”.
3. Una vez que una persona ha sido ordenada para el oficio, queda en él perpetuamente, aun cuando haya terminado su período de actividad. En tal caso sólo deja de ser activo; con todo, puede legítimamente ser nombrado para representar a su congregación ante tribunales superiores. En caso de ser reelegido para un nuevo período, no se le volverá a ordenar, sino que sólo será reinstalado para continuar su actividad en el oficio (Forma de Gob., cap. XIII, sec. 8).

Como se ve, hasta aquí no tenemos más que un mero mecanismo para la elección, pero ahora vamos a considerar puntos de vital importancia, puntos tan delicados que merecen toda nuestra atención.

II. El momento de la elección es un momento muy crítico. En toda la vida de una congregación no hay un momento más crítico que aquel en que elige sus ancianos gobernantes y téngase bien presente que lo es en alto grado no tan sólo para la congregación particular, sino también para la Iglesia en general. Si una equivocación en la elección de un diácono, cuyo campo de acción es sumamente limitado en comparación con el del anciano, puede acarrear muchos males a la obra ¿Cuánto más en el caso de un anciano, cuya esfera de acción es tan grande y de tanta importancia? En verdad, la elección de un solo anciano puede iniciar períodos importantísimos en la marcha de la obra, provocando grandes cambios favorables o nocivos.

Una mala elección puede ser comienzo de un movimiento de disgregación y decadencia tales que se necesitan años y aún décadas de grandes esfuerzos para que la congregación logre reponerse de las fuerzas perdidas por el ministerio defectuoso de un solo anciano ¡Cuánto más si hay varios elegidos en la misma condición! Un simple error en este momento crítico puede ser el origen de una serie de dificultades de las cuales jamás se pueda reponer la congregación y que a la larga determinen la disolución de la iglesia local. Si con ojo penetrante pudiésemos determinar exactamente las causas de la disolución de muchas iglesias, no sería raro descubrir el origen de ello en este momento crítico, tal vez en la casi totalidad de los casos.

El caso más benigno de los males que resultan de una equivocación en la elección de un anciano es en mayor o menor grado, pero inevitablemente, cierto estancamiento de la obra motivada por una infinidad de causas secundarias resultantes, tales como fricción entre uno y otro anciano o con el pastor o entre grupos de ancianos, etc., etc.

Desgraciadamente todos estos males no son imaginarios, sino una realidad desconcertante. Pero, como no hay estancamiento que no signifique retroceso, tenemos como consecuencia lógica y final la decadencia material y espiritual de la obra con su correspondiente séquito de desprestigio y desorganización.

Como ejemplo, citaremos el caso de una elección equivocada. En una de nuestras iglesias que se hallaba en un período de franca prosperidad se eligió malamente a un anciano y fue ordenado. Alguien sabía que esta elección significaría un golpe para esa iglesia y lo manifestó a su pastor, aunque casi nadie se daba cuenta del error. Cuando parecía que todo marchaba bien, aparecieron a la superficie las dificultades provocadas por el mal carácter y la ineptitud de dicho anciano y poco más de dos años después de su elección la iglesia sufrió una división fraccionándose bajo la influencia de ese hombre ¡Cuánto estancamiento y retroceso vino en poco tiempo, destruyendo el trabajo paciente de varios años!

¡Cuántas almas perdidas y que nunca se recuperarán para el Salvador de ellas! Toda esa pérdida fue originada en un instante, en ese momento crítico en que la iglesia elegía ese hombre como anciano y pensar que si esa congregación hubiera pensado un poco en lo que estaba haciendo se habría evitado esta pérdida ¡Cuán sabio es el consejo de Pablo a Timoteo: “No impongas de ligero las manos a ninguno” (1a. Tim. 5:22)!

Entonces, como venimos diciendo, la elección de un anciano es un momento crítico que puede significar ya un gran progreso, ya un gran retroceso, para la iglesia particular y la obra en general. Por tanto, si queremos evitar hasta donde nos sea posible estos males, es absolutamente imprescindible que todo votante se dé cabal cuenta de la importancia y significación de su voto y que mire más allá del acto que va a realizar, dejando a un lado toda simpatía y predilección personales, como asimismo todo apasionamiento.

Se puede decir que cada vez que una congregación elige oficiales, mayormente cuando se trata de ancianos, recrudece la lucha entre dos tendencias antagónicas que pugnan por destruirse: el Espíritu y la carne; la luz y las tinieblas. Tal vez, en general, los votantes no se dan cuenta de este hecho, pero no por eso deja de ser menos cierto: Hay alguien muy interesado en que fracase la obra de Cristo, Satanás, quien pone en juego toda su astucia y sus agentes para lograr el éxito en su infernal intento. Las armas de combate favoritas de que hecha mano en este momento crítico son los apasionamientos, los caprichos, las simpatías personales, la falta de caridad, la envidia, la ignorancia, la politiquería y cosas semejantes. Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que es en este momento crítico cuando de un modo muy especial debemos aplicarnos las palabras del apóstol Pablo a los efesios: “Mirad, pues, cómo andéis avisadamente; no como necios, mas como sabios; redimiendo el tiempo, porque los días son malos. Por tanto, no seáis imprudentes, sino entendidos de cuál sea la voluntad del Señor… Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo. Porque no tenemos lucha contra sangre y carne; sino contra principados, contra potestades, contra señores del mundo, gobernadores de estas tinieblas, contra malicias espirituales en los aires. Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y estar firmes, habiendo acabado todo” (Ef. 5:15-17; 6:11-13).

Bajo las maquinaciones de Satanás puede ser que la persona elegida sea muy digna y sin crimen, pero sin aptitudes para desempeñar las funciones tan delicadas del oficio. En este caso, el resultado no será mucho mejor que cuando resulta elegido un individuo sin carácter. Por un lado, queda excluida la persona más apta para el oficio, cuya actividad podría significar un gran progreso, dejando el lugar a otra que nada hará, bajo cuyo período, tal vez, quedará todo como cuando asumió el cargo. Entonces decimos que la obra va bien, que marcha regularmente, que no hay dificultades serias que afrontar, pero ¿Quién puede calcular los progresos, las ganancias, en número, en poder, en prestigio, que habría obtenido si el otro hubiese sido elegido y no éste?

No ha habido pérdidas aparentes, pero ¿Quién puede decir que no las hay? No ha habido pérdidas, pero ¿Cuánto se ha dejado de progresar? Además ¿Qué resultado bueno se puede esperar de la persona elegida en este caso, por muy buenas que sean sus intenciones, si es llevada a un ministerio al cual no la ha llamado el Espíritu Santo y que por lo mismo no puede cumplir? Seguramente que su inacción no será tan perniciosa como la acción de una persona de mal carácter y este es el caso más frecuente, pero de todos modos significa un obstáculo que en mayor o menor escala neutraliza los esfuerzos del pastor y de los demás ancianos. El que escribe estas líneas iba viajando cierto día de Valparaíso a Santiago. Al salir el tren de la estación de Llay-Llay fue avanzando lentamente después de haberse detenido largo rato. Así avanzando a trechos y deteniéndose, llegó hasta la entrada de uno de los túneles que se hallan entre Llay-Llay y Montenegro, donde se detuvo hasta cerca de las ocho de la noche. No había allí ningún enemigo intencionado que amenazara, si el tren intentaba pasar, pero en la boca opuesta del túnel había un derrumbe; no amenazaba, no avanzaba, ni retrocedía; allí estaba el peñasco, inerte, inmóvil; he ahí un obstáculo que detenía la marcha del tren. Este estaba en excelentes condiciones, provisto de su potente locomotora eléctrica, capaz de salvar veloz las distancias, pero todo estaba detenido a causa de ese peñasco inmóvil, sufriendo todos nosotros el atraso con el consiguiente disgusto. Pues bien, la presencia de un anciano como el que nos ocupa en un Consistorio actúa exactamente como un peñasco inmóvil sobre una vía férrea, obstaculizando la marcha y el progreso de la obra, cuánto más si hay varios de la misma índole. De consiguiente:

III.- La elección debe hacerse con sumo cuidado. La naturaleza de este momento y del acto que se va a llevar a cabo debe determinar la delicadeza y las precauciones correspondientes. Es, por tanto, un deber de los ancianos, sin considerar el del pastor, el de prevenir a la congregación contra las maquinaciones de Satanás o de cualquier error.

Antes de proceder a la elección debe haber un estudio muy prolijo y concienzudo acerca de los candidatos. Debe prestarse particular atención a las cualidades personales. La cualidad esencial y de absoluta necesidad es una vida y experiencia profundamente cristianas. Si se diese el caso de que en una congregación grande no hubiese más que un solo varón con esta cualidad, sería mejor que su Consistorio constara de ese solo hombre como anciano, antes que cinco o seis que tuviesen muchos dotes intelectuales, sin esta cualidad esencial. El candidato podrá tener a su favor muchas cualidades deseables, pero si carece de esta esencial, no podrá contar con la aprobación divina. En este caso, lo más factible será que en vez de usar sus aptitudes secundarias en beneficio de la iglesia las use en su detrimento. De todas maneras, aun cuando no se vean otras cualidades de orden secundario en los primeros, serán preferibles a los segundos, que carecen de esta cualidad primordial. Seguramente, si no hay otros, que el Espíritu Santo los usará despertando en ellos algún don, que redundará en la edificación de la iglesia, pues, con frecuencia ocurre en estos casos que bajo la acción del Espíritu Santo se desarrollan en ellos aptitudes que ni siquiera sospechaba el mismo candidato. Es que estaban allí en estado latente, esperando tan sólo la oportunidad para manifestarse. Por lo que toca a otras cualidades, deben buscarse según las diversas necesidades de la congregación. En 1a. Cor. 12:28 se encuentra una lista de cualidades. A fin de formar un concepto cabal acerca de lo que venimos exponiendo, aconsejamos leer con espíritu de oración el contexto del pasaje citado: 1a. Cor. 12:29-13:13.

En cuanto al cuidado en la elección, una de nuestras iglesias acostumbra anunciar hasta con un mes de anticipación la fecha en que se va a reunir la iglesia en asamblea congregacional para elegir ancianos; en este lapso de tiempo los miembros presentan por escrito el nombre de su candidato, juntamente con el del proponente, al Consistorio, quien estudia detenidamente las cualidades personales del candidato y en caso de hallar defectos serios en su vida y carácter, da los pasos necesarios con el proponente a fin de que retire su candidato. En el caso de que sea aceptable, inscribe su nombre en la lista de candidatos, que se coloca en un lugar visible, para que la congregación se imponga de ella. Dicha lista permanece expuesta al público hasta el día de la elección, no aceptándose ningún candidato a última hora. Creemos que este procedimiento es bastante juicioso y no tememos recomendarlo a otras iglesias. Con todo, no está demás prevenir que al estudiar el carácter de los candidatos, el Consistorio debe proceder con mucha delicadeza, tino, imparcialidad, amor y espíritu de oración.

Por otra parte, es indispensable que antes de la elección se dé tiempo al candidato para que se entere de la Constitución de nuestra iglesia, si antes no la conocía y que estudie este folleto, a fin de que no acepte con ligereza algo que no conoce. No está demás hacer presente aquí que ningún ministro debe proceder a ordenar o instalar oficiales que no conocen la Constitución o no tienen capacidad suficiente para comprenderla, porque es ridículo, especialmente tratándose de ancianos, ordenar una persona para gobernar algo que no conoce ni entiende como hacerlo. Recordaremos a este respecto el consejo que Pablo dio al joven Timoteo: “No impongas de ligero las manos a ninguno” (1a. Tim. 5:22).

Además, al llegar el momento de la elección será muy atinado y provechoso que alguien hable acerca de las necesidades más sentidas en la congregación y relacionadas con el oficio de anciano respecto a sus actividades o que se dé lugar a que la iglesia exponga sus aspiraciones y apreciaciones. Esto indicará de una manera bien definida las actividades que habrá de desempeñar el anciano elegido, le hará comprender que su ministerio no se va a limitar tan sólo a tomar un asiento en el Consistorio con el único fin de emitir opiniones y dar su voto, dictando órdenes. Sabrá con ello que su ministerio requiere trabajo y actividad de su parte, como asimismo mucha abnegación.

IV.- El gran factor de una elección acertada. A pesar de todo lo dicho y por más cuidado que se tenga en la elección, siempre estamos expuestos a equivocarnos, porque las maquinaciones de Satanás son tan sutiles, que apenas las percibimos, estando bien listos para ello. Hay un solo factor que puede eliminar infaliblemente las equivocaciones, es la presencia y voto del Espíritu Santo, nada menos que eso. Si la congregación carece de El o vive en condiciones que le apagan o contristan (véase 1a. Tes. 5:19; Ef. 4:30; 2a. Tim. 1:1), es evidente que no se manifestará en la elección y el candidato elegido podrá resultar un mal. De aquí, por tanto, la imperiosa necesidad de que toda elección sea preparada con espíritu de oración. Debe haber una verdadera concentración en la oración. En nuestra época tan difícil y de tantas decepciones, debemos volver a la práctica primitiva, preparando la elección con oración y ayuno. El acto que se va a realizar es tan delicado y tan importante para la obra que no merece menos. Vale la pena observar cómo la iglesia primitiva practicaba la oración en estos casos; nótese al efecto cómo, en circunstancias que los profetas de la iglesia de Antioquía estaban “ministrando pues éstos al Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo: apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra para la cual los he llamado. Entonces habiendo ayunado y orado y puesto las manos encima de ellos, despidiéronlos” (Hechos 13:2,3). Como se ve, esa iglesia había honrado al Espíritu Santo y el Espíritu Santo a su vez la honró a ella, convirtiéndola en la cuna de las misiones, dotándola además con el más brillante de los misioneros. No es menos digno de notarse cómo Pablo, volviendo por las iglesias que había fundado, les constituyó en cada una de ellas ancianos, después de haber orado y ayunado (Hechos 14:23).

NOTA: En versiones españolas este pasaje parece tener el sentido de que la oración y el ayuno fueron después de constituir ancianos, pero no ocurre así en otras versiones, como por ejemplo, la de Ostervald, donde se lee textualmente: “Y después de haber orado y ayunado, les constituyeron ancianos”.

Vemos, pues, que la iglesia primitiva rindió honor al Espíritu Santo, dejándose manifestar su voluntad. Este hecho es muy notable en la carta que el Concilio de Jerusalem envió a la iglesia de Antioquía, en que se expresa como sigue: “Que ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros” (Hechos 15:28) ¿Pueden decir otro tanto nuestras iglesias? Después de efectuada una elección ¿Se puede afirmar que ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros elegir tal persona para el oficio de anciano? ¿Es posible afirmar que el Espíritu Santo haya dicho: “apartadme a tal persona para el oficio para el cual le he llamado”? Nada menos que esto es necesario, si queremos vernos libres de equivocaciones dolorosas. Esto es perfectamente posible con tal de que la iglesia viva muy cerca de Dios y cada miembro ejerza sinceramente la piedad y el espíritu de oración, dedicándose al servicio de Dios conforme lo indica el apóstol Pablo en Rom. 6:11-13.

Tal vez la iglesia primitiva aprendió esta lección en los días antes de Pentecostés con la equivocación que hicieron los ciento veinte en la elección de Matías, para tomar el puesto de Judas. Examinemos este caso y sírvanos de lección provechosa: Se halla narrado en Hechos 1. Se nos dice allí que antes que descendiese el Espíritu Santo, Pedro propuso a los discípulos que de los ciento veinte presentes se eligiese a uno que reemplazase a Judas. Luego señalaron a dos: a José, llamado Barsabas, y a Matías. En seguida oraron al Señor, para que eligiese entre los dos y echada suerte, ésta cayó sobre Matías, el cual fue contado desde ntonces entre los once apóstoles. Pues bien, si no hubieran señalado a los dos antes de orar y echar suerte sobre ellos ¿A cuál de los dos habría escogido el Señor? Seguramente a ninguno de ellos, ni aún entre los ciento veinte, porque su plan era otro, sus ojos estaban puestos en Saulo de Tarso. En verdad, el acto de señalar a dos era encerrar al Señor en un círculo muy estrecho y forzar su voluntad, subordinándola al parecer de los reunidos. Demás está decir que el Señor no se presta a semejantes juegos. Inevitablemente la suerte tenía que caer sobre uno de los dos, pero de ninguna manera podía significar la voluntad del Espíritu Santo.

Si observamos más de cerca este asunto es fácil darse cuenta de que Matías no fue elegido por el Señor. He aquí la demostración:

1. No se le ve figurar en el resto de los Hechos;

2. No hay duda alguna de que Pablo fue escogido de Cristo para ser apóstol y por tanto reemplazante de Judas (1a. Tim. 1:1; Col. 1:1; Gál. 1:1; 1a. Cor. 1:1); y

3. Hasta el fin del Nuevo Testamento sólo se mencionan doce apóstoles. Por ejemplo, en Apoc. 21:14 se alude a ellos en esta forma: “Los doce nombres de los doce apóstoles”.

Si Matías fue realmente elegido de Cristo y más tarde lo fue también Pablo, ya no se podía decir “los doce”, sino los trece apóstoles, sin embargo, el Espíritu Santo sólo cuenta doce. Eso es bien claro, ya que el pasaje citado dice: “Los”, usando el artículo definido, por lo cual se ve que el Espíritu de Dios contó sólo doce y no trece, excluyéndose, por tanto, a Matías. No dudo de que no faltará quien objete este argumento, diciendo que no se puede probar que el Espíritu Santo haya inspirado el Apocalipsis palabra por palabra. Pero ni aún así se desvanece este argumento, dándole por el contrario mayor fuerza, puesto que en tal caso la expresión “los” empleada por Juan indicaría que los mismos apóstoles reconocieron haberse equivocado en la elección de Matías, ya que todos reconocían a Pablo como apóstol.

Entre los ancianos gobernantes de nuestras iglesias ¿Cuántos son elegidos con el voto del Espíritu Santo? Si el Señor se pronunciase como en el caso de Matías ¿Cuántos ancianos quedarían excluidos del oficio? He aquí un asunto digno de ser meditado seria y concienzudamente. Por tanto, insistimos con todo el énfasis que podemos en que una elección de anciano gobernante quedará libre de toda equivocación sólo cuando en ella haya participado el Espíritu Santo con su presencia y su voto. En caso contrario, habrá más probabilidad de fracaso y el anciano elegido será inútil para los fines que se eligió y acaso, peor aún, su ministerio podrá resultar pernicioso para él mismo y para la obra.

CAPITULO V

Los votos del anciano gobernante

Cuando una persona es elegida para el oficio de anciano gobernante, no pasa inmediatamente a desempeñar las funciones del oficio, sino que primero ha de ser ordenado para el oficio e instalado luego para su desempeño, pero esta ordenación e instalación no se efectúan sin que antes responda afirmativamente a las cinco preguntas que vamos a transcribir, copiándolas de la Constitución. Esos son los votos, compromisos que contrae el candidato elegido al aceptar el oficio. Junto con la transcripción haremos algunas observaciones sobre cada uno de ellos:

1.¿ Creéis que las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento son la Palabra de Dios, la única regla infalible de fe y práctica?

Según este voto, el anciano se compromete y se obliga tanto a obedecer todo cuanto le enseñan las Escrituras, como asimismo a aconsejarlo así a aquellos a quienes va a gobernar y representar. El incumplimiento de este voto significaría caer en la inconsecuencia y más aún, resultaría ser un impostor.

2. ¿Recibís y adoptáis sinceramente la confesión de fe de esta iglesia como que contiene el sistema de doctrina enseñada en las Escrituras?

3.  ¿Aprobáis el gobierno y disciplina de la Iglesia Presbiteriana?

El anciano no debe ni puede hacer estos dos votos respondiendo afirmativamente sin conocer la confesión de fe y la Constitución de la Iglesia. Si así lo hace será imprudencia, temeridad, e incalificable ligereza de su parte, por cuanto aprobaría aquello que no conoce.

Desgraciadamente, la mayor parte de los ancianos cometen este absurdo, haciendo estos votos sin conocer la confesión de fe y la Constitución de la Iglesia, ni siquiera las estudian o las leen después. Siendo esto así, ¿Qué bien podrá aportar su ministerio? Si este ministerio comienza con un acto de ligereza de esta índole ¿Qué se puede esperar de todo el resto? ¿Cómo podrá apreciar y juzgar una herejía, si no conoce el credo por el cual va a velar? ¿Cómo podrá cooperar en mantener el orden, la paz y la pureza de la iglesia, si no conoce ni su Constitución ni su disciplina ni su credo o confesión de fe? ¿Nos extraña si la obra no crece o avanza, ante semejantes inconsecuencias y bajo el gobierno de hombres tan ligeros? Si muchos de nuestros ancianos gobernantes se hubiesen dado cuenta de lo que estaban haciendo al responder “Sí, apruebo” ¿Habrían aceptado el cargo? Pero si no se dieron cuenta de lo que hicieron en su primer acto ¿Se podrá esperar que sepan lo que harán en los demás actos y al intentar cumplir las delicadas funciones de su sagrado ministerio? Un anciano gobernante que no conoce la Constitución y el credo de la iglesia ¿Qué va a gobernar? ¡Es inconcebible! Y por desgracia es un hecho demasiado frecuente. Todo candidato debiera ser examinado por el Consistorio sobre el contenido de la confesión de fe, la Forma de Gobierno, la Disciplina y el Directorio para el culto público, antes de ser admitido siquiera como tal.

4. ¿Aceptáis el oficio de anciano gobernante de ésta congregación y prometéis desempeñar fielmente todos los deberes que le corresponden?

Aquí el anciano se compromete a cumplir varios deberes y no sólo uno como cree la generalidad de nuestros ancianos. Nótese bien esto: “todos los deberes” ¿Qué deberes son éstos? He aquí algunos, por vía de ejemplo:

(a) El gobierno de la Iglesia y la disciplina (Forma de Gob., cap. V);

(b) Velar porque se cumplan las ordenanzas de la iglesia (Forma de Gob., cap. VII);

(c) Visitar a los miembros que descuidan las ordenanzas de la iglesia. ¿Cuánto se ganaría si cada miembro se preocupara de esto? Por ejemplo, el pastor visita un miembro que descuida las ordenanzas, le aconseja, lee las Escrituras y ora con él y por él; a veces consigue un mejoramiento, pero muchas veces, no. ¿Cuál sería el resultado si aquel miembro, a más de las visitas del pastor, recibiese la de los ancianos? ¿No reforzaría esto enormemente la obra del pastor? He aquí un deber que no debe descuidar ningún anciano;

(d) Velar por el orden y reverencia en el culto público. (Directorio para el culto de Dios, cap. II) ¿Qué hacen los ancianos durante las reuniones de la congregación?

Es ciertísimo que no será posible estancamiento alguno de la obra, si los ancianos gobernantes toman a pecho sus deberes, para cumplirlos con fidelidad. La obra no avanza, ¿Qué hacen los ancianos? ¿Les preocupa seriamente los problemas de la obra? ¿Están en sus puestos cumpliendo el deber? “¿Todos los deberes?” Mejores días esperan a la obra cuando todos los ancianos sean idóneos. Bien poco puede hacer el pastor sin la cooperación decidida, franca, entusiasta y fiel de los ancianos.

5. ¿Prometéis estudiar para mantener la paz, unidad y pureza de la iglesia?

Según este último voto, el anciano ha de preocuparse concienzudamente de tres fases de la obra, a saber: de la unidad, de la paz y de la pureza.
Entonces, hace voto por ser un pacificador, de vivir santamente y en comunión íntima con sus hermanos. Es realmente indigno de un anciano procurar aplicar la disciplina tan sólo para excluir de la comunión a algún miembro, esto es, en otras palabras, para tener la unidad. Es igualmente indigno que sea de un carácter altivo o pronto a enfadarse por cualquier insignificancia. Lo será también si su vida no es pura y digna de absoluta confianza. Si en su vida hay tales defectos que le impidan estimular y promover la paz, la pureza y la unidad de la iglesia, es mejor para ésta, como también para él, que cuanto antes renuncie a su cargo. No. La vida del anciano, sus actos y sus intenciones, al aplicar la disciplina, sus actividades y esfuerzos como obrero del Señor y todo su ser, como una propiedad de Cristo (1a. Cor. 6:19,20), deben tender hacia estas tres fases: la paz, la unidad y la pureza de la iglesia que representa y gobierna, procurando día a día que su actuar lleve el sello de la aprobación divina.

Quiera nuestro Dios que estas líneas sirvan para despertar la lealtad de nuestros ancianos a sus votos, como asimismo un vivo interés en el progreso de la Iglesia de Cristo.

CAPITULO VI

Las responsabilidades del anciano gobernante

El título mismo de “anciano gobernante” define claramente sus funciones, deberes y responsabilidades: Primero, es “anciano”, esta idea, copiada de la sinagoga de los judíos, indica el más experimentado de la congregación, por tanto aquel a quien se le va a consultar o pedir consejos; desde luego debe tener más experiencia que el resto de los miembros de la iglesia y su vida debe ser la mejor. Es también “gobernante”. Designa esto a quien la iglesia ha delegado su autoridad para gobernarla. Además, la consideración del capítulo IX del Libro de Disciplina, sección 1, párrafo 72, bajo el título “Autorización o revisión general”, en que dice: “Todos los procedimientos de la iglesia serán notificados al Consistorio y revisados por éste”, pone muy en claro sus funciones y grandes responsabilidades que, por lo tanto, pesan sobre los ancianos que en compañía del ministro lo componen, responsabilidades que vamos a delinear:

1. Como el anciano gobernante está asociado con el ministro, con quien ejerce juntamente el gobierno y la disciplina de la iglesia, es natural que debe ser su compañero y confidente, debe orar por él y con él. En el desempeño de su deber, puede suceder que el pastor caiga en algún error o equivocación, puesto que no es infalible; también algunos detalles podrían escapársele, pasando desapercibidos, especialmente cuando recién se hace cargo de una congregación. En tales casos, el anciano que ha notado el detalle o que prevé la equivocación debe estar listo para orientar al pastor, quien debe encontrar un confidente y consejero seguro y fiel en cada anciano. Por otra parte, el anciano debe estar capacitado para considerar y apreciar en su justo valor las observaciones del pastor, como asimismo sus puntos de vista, pero no por esto debe descansar en la opinión de éste para formar su opinión.

Ambos lados han de considerarse, a fin de aquilatar las opiniones y llegar a las decisiones más sabias y provechosas para el pueblo de Dios. Un simple falso concepto de sí mismo y de sus funciones por parte del anciano podría modificar y hasta anular esta importante relación con el pastor acarreando como consecuencia el trastorno y retroceso de la obra.

Por ejemplo: cuando la iglesia paga el sostén de su pastor, es muy fácil que los ancianos lleguen a caer en el error de considerar al pastor como un empleado con meras relaciones comerciales, olvidándose de que el ministro ejerce un cargo. Es imposible calcular las consecuencias de este solo hecho, aquí nos concretaremos a manifestar que lejos de ser provechosas, serán muy perjudiciales a la obra.

2. El anciano es responsable de la recepción de miembros. La falta de mayor progreso de la obra encuentra una de sus principales causas en este capítulo. Si se examina los registros de miembros comulgantes, se notará que más o menos un 35%, termino medio, es borrado de la lista por actos disciplinarios. Es fácil darse cuenta de que este elevado porcentaje significa forzosamente un estancamiento de la obra, ya que envuelve un incalculable número de decepciones, desalientos, escándalos y desprestigios causados por la vida inconsecuente de semejantes miembros. ¿Quién será capaz de calcular en su justo valor el alcance de estas pérdidas? Es fácil comprender que este elevado porcentaje puede ser considerablemente disminuido, si se tiene un escrupuloso cuidado en la recepción de miembros. ¿Quién velará en este sentido, sino el anciano? Por tanto, este ha de ser muy celoso al dar su voto para recibir una persona a la comunión de la iglesia, que se desentienda de los números prefijados como blancos propuestos por comisiones y que considere no tanto los conocimiento mecánicos y superficiales del candidato, adquiridos en la clase de catecúmenos, como, y muy especialmente, su experiencia y vida cristiana, su consagración a Cristo, su abnegación y fidelidad, su piedad y buen testimonio de la iglesia en su favor, en una palabra, el anciano no debe contentarse con creer que el candidato es una buena persona, sino que a ciencia cierta debe saber: si es un asistente regular a los cultos; si contribuye según sus recursos y con desprendimiento al sostén de la iglesia; si es un verdadero convertido; si lee con cariño las Escrituras y ora diariamente; si procura traer a otros a Cristo y se esfuerza por conseguirlo; si su vida es digna del evangelio que profesa de palabra, etc., etc.

3. El anciano debe tener mucho cuidado de la congregación en que el Espíritu Santo le ha puesto por obispo, estando listo para corregir con amor y mansedumbre las faltas de sus hermanos, para exhortar y animarles en el desaliento, para consolarles. Para ello, tiene necesariamente que conocer la congregación, visitando a sus miembros.

Debe estar listo para prevenir y rechazar cualquier error de doctrina o pecado que pretenda introducirse en la congregación, ya por personas extrañas o de los adherentes o miembros y aún por el pastor mismo (véase Hechos 20:17-28; Gál. 1:8,9). En todo este cuidado ha de dominarle el triple anhelo de conservar la paz, la unidad y la pureza de la iglesia.

4. Una responsabilidad muy grande y seria recae sobre el anciano cuando se sienta a deliberar en el Consistorio. No puede despreciar su propio parecer ni considerarse él mismo de poco valor, votando como un autómata, pero tampoco debe ser voluntarioso y obstinado, rechazando la opinión de la mayoría, lo cual es anti-presbiteriano. Su opinión es de absoluta necesidad en cada caso, la ha de emitir con entera independencia y franqueza, saturadas de amor fraternal y de fe. Jamás debe usar evasivas, acomodos obscuros y subterráneos o esa politiquería vil y malsana, que tanto daña y pervierte a los gobiernos del mundo. Sus proposiciones y votos en los actos disciplinarios siempre serán emitidos con sinceridad y franqueza absolutas y con firmeza en contra de la herejía o pecado, pero nunca desprovistos de caridad, de mansedumbre y de simpatía para con el ofensor, ni tampoco los emitirá con el mero objeto de separar y alejar al ofensor, sino para corregir, para curar y suprimir la ofensa salvando, si es posible, al ofensor.

Daremos fin a este capítulo, insinuando al anciano haga suyo este pensamiento: Debo saber que no soy un señor en la casa y familia de mi Dios, sino un mayordomo y que tarde o temprano tendré que presentarme ante el tribunal de Cristo, para rendir cuentas de mi mayordomía respecto a todos mis actos, funciones, pensamientos, métodos y votos (léase Rom. 14:10,11; Ecc. 12:13,14).

CAPITULO VII

Lo que la Biblia enseña respecto al anciano gobernante

Basta leer el epígrafe de este capítulo para comprender inmediatamente la trascendental importancia de su contenido. Aquí habla el Señor, no el hombre. Dejémosle hablar y pensemos en lo que nos dice:

1. “Palabra fiel: Si alguno apetece obispado, buena cosa desea” (1a. Tim. 3:1).

¿Es lícito aspirar a este sagrado oficio? Sí, lo es. Pero en todo caso, es necesario que el aspirante se examine a sí mismo cuidadosamente y averigüe seria y sinceramente:

(a) Si reúne en sí mismo las condiciones estipuladas en la Palabra de Dios y que mostraremos más adelante;

(b) Si esta aspiración suya viene de una profunda convicción de que será útil en el oficio, nacida del deseo de servir a Cristo y del sentimiento de necesidad de este servicio o si es una aspiración vaga, hija del mero capricho o de un inflado sentimiento de orgullo y superioridad sobre los demás. Todo aspirante debe aplicarse rigurosamente este pensamiento del apóstol Juan: “No creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas son salidos en el mundo” (1a. Juan 4:1).

Si esta aspiración viene de Dios, del ardiente anhelo de servir y ser útil en la obra de Cristo, el aspirante no puede contentarse con tener la mera aspiración, sino que esta misma debe ser el motivo para que desde luego estudie y se prepare para ser un anciano idóneo en caso de llegar a serlo. En tales circunstancias, esa aspiración puede ser la primera indicación del Espíritu Santo a fin de que la persona se prepare y esté lista para el momento oportuno.

2. “No un neófito, porque inflándose no caiga en juicio del diablo” (1a. Tim. 3:6).

Para desempeñar tan alto y honroso cargo conviene que el anciano no sea un neófito, esto es, un recién convertido.

Habría sido muy difícil excluir de los oficios a los recién convertidos, al fundarse las primeras iglesias. Pero las congregaciones que aquí tiene en vista Pablo ya tenían varios años de existencia y él quería que los primeros ancianos, que habían sido instruidos por los apóstoles, al fallecer, fuesen reemplazados por hombres probados y que las congregaciones que se formaban recibiesen conductores semejantes. ¡Qué sabiduría en este consejo! Esta prescripción apostólica es particularmente indispensable en los tiempos actuales.

Con razón decía Calvino: “Los nuevos convertidos deben ser alejados del episcopado, por tener muchos de ellos un ardor temerario y ser hinchados de una loca confianza en sí mismos, como si pudiesen volar sobre las nubes. Debe dejárseles hasta que hayan descendido de la altura de su espíritu”.

3. “Es menester que el obispo sea retenedor de la fiel palabra que es conforme a la doctrina; para que también pueda exhortar con sana doctrina y convencer a los que contradijeren. Porque hay aún muchos contumaces, habladores de vanidades y engañadores de las almas… A los cuales es preciso tapar la boca” (Tito 1:7,9-11).

El anciano debe tener la suficiente capacidad de retener en sí “la fiel palabra de Dios” a fin de que pueda:

(a) Apreciar debidamente el error y la herejía cuando se introducen en la iglesia;

(b) Tapar la boca de los contradictores y contumaces con verdadera ciencia y sabiduría de Dios, convenciéndoles del error; y

(c) Exhortar en la sana doctrina a los creyentes. Esto exige del anciano la debida instrucción y el talento de comunicarla a otros.

4.“Conviene, pues, que el obispo sea irreprensible, marido de una mujer… Que gobierne bien su casa, que tenga sus hijos en sujeción con toda honestidad, porque el que no sabe gobernar su casa ¿Cómo cuidará de la iglesia de Dios?” (1a. Tim. 3:2,4,5). “Porque es menester que el obispo sea sin crimen, como dispensador de Dios, marido de una mujer, que tenga hijos fieles, que no estén acusados de disolución, o contumaces” (Tito 1:7,6).

Este precepto es de alta importancia. La primera idea va dirigida contra la poligamia, admitida entre los paganos y hasta en algunos judíos de aquella época. Condena también el divorcio seguido de un segundo matrimonio, viviendo aún la repudiada y, en general, todas las relaciones ilegítimas (véase Mat. 5:27-32). La segunda está relacionada con el hogar: este debe ser gobernado con acierto, teniendo los hijos en sujeción, con toda honestidad. A menudo es más fácil a un pastor o a un anciano gobernar una iglesia que su propia casa, donde la vista diaria de sus propios defectos sorprende a los que le rodean y los escandaliza aminorándose su influencia. De aquí que el que gobierna bien su casa lo hará mejor en la iglesia; su casa es una buena prueba. Aquí se puede aplicar el precepto de Jesús: “El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel; y el que en lo muy poco es injusto, también en lo más es injusto” (Lucas 16:10). En este caso la aparente fidelidad en los deberes de la iglesia más viene de un celo carnal y del deseo de agradar a los hombres que del amor a Dios y a nuestros hermanos.

Ocurre también con frecuencia que debido a dar todos sus cuidados, su tiempo y sus fuerzas a las cosas de afuera, se descuida las de dentro y se destruye así con una mano el bien que se quiere hacer con la otra.

5.“También conviene que tenga buen testimonio de los extraños, porque no caiga en afrenta y en lazo del diablo” (1a. Tim. 3:7).

El anciano debe gozar de buena fama, de un testimonio favorable de los de afuera o sea de los extraños a la iglesia. Al ver su vida y comportamiento deben estar obligados a ello, de lo contrario el oprobio de su comportamiento recaería sobre su ministerio, sobre el evangelio y sobre el pueblo de Dios y sería para él mismo en muchas fases un lazo del diablo que podría acarrear su ruina moral. Pero, si necesita el buen testimonio de los extraños, mayormente lo necesita de los de dentro (véase Hechos 6:3).

6.  El espíritu dominante en el anciano fiel:

“Ruego a los ancianos que están entre vosotros, yo anciano también con ellos, y testigo de las aflicciones de Cristo, que soy también participante de la gloria que ha de ser revelada: Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, teniendo cuidado de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino de un ánimo pronto; y no como teniendo señorío sobre las heredades del Señor, sino siendo dechados de la grey. Y cuando apareciere el Príncipe de los pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria” (1a. Pedro 5:1-4).

7.  Cómo ha de velar el anciano sobre la grey:

“Y enviando desde Mileto a Efeso, (Pablo) hizo llamar a los ancianos de la iglesia. Y cuando vinieron a él, les dijo: Mirad por vosotros y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual ganó por su sangre. Porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán el ganado. Y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas, para llevar discípulos tras sí. Por tanto, velad, acordándoos que por tres años, de noche y de día, no he cesado de amonestar con lágrimas a cada uno”(Hech. 20:17,18,28-31).

Según este trozo observamos lo siguiente:

(a)El anciano debe velar por sí mismo, que su vida siempre sea pura;

b) Debe velar, para que no entre el egoísmo en su corazón y venga así a destruir la iglesia que Cristo ganó con su sangre, procurando atraer discípulos tras sí mediante el engaño, esto es procurando dividir la iglesia, con espíritu de caudillaje;

(c) Debe velar pensando que Satanás puede introducir encubiertamente sus agentes de destrucción en el seno de la iglesia y estar pronto a repeler el peligro;

(d) Debe velar pensando en que cada alma ha costado la sangre preciosa de Cristo y muchos desvelos y oración por parte de los pastores, para que llegase a ser salva y que con cualquier desliz suyo pueda arruinar en un momento una obra tan costosa; y

(e) Debe velar pensando siempre que él es tan sólo un mayordomo de la casa de Dios, colocado allí para que vele por ella y, por tanto, vendrá el día en que tendrá que dar cuentas de su ayordomía.

8.- La ley del anciano.

A más de las recomendaciones que ya hemos citado y comentado brevemente, en 1a. Tim. 3:1-7 y Tito 1:6-9 encontramos una serie de recomendaciones formuladas unas un sentido negativo y positivo otras.

Las agruparemos según el sentido en que están formuladas, sin comentario alguno, pero rogando encarecidamente que cada anciano las medite con espíritu de oración, pues son un código de vida y comportamiento. En este código encontramos:

(a) Lo que no debe ser el anciano. Aquí tenemos un séptuplo:

– No debe ser amador del vino.

– No debe ser codicioso de torpes ganancias.

– No debe ser heridor.

– No debe ser litigioso.

– No debe ser soberbio.

– No debe ser iracundo.

– No debe ser neófito.

(b) Lo que debe ser el anciano. Este es su decálogo:

– Debe ser solícito.

– Debe ser templado.

– Debe ser compuesto.

– Debe ser hospedador.

– Debe ser justo.

– Debe ser santo.

– Debe ser continente.

– Debe ser amador de lo bueno.

– Debe ser retenedor de la fiel palabra.

– Debe ser apto para enseñar.

La conclusión lógica de todo esto es que debe ser irreprensible.

No daremos fin a este capítulo sin unas palabras a las congregaciones. Esta es que un anciano fiel, que gobierna bien, es digno acreedor a la honra de la iglesia. He aquí lo que dice el Señor:

“Los ancianos que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doblada honra; mayormente los que trabajan en predicar y enseñar” (1a. Tim. 5:17).